miércoles, 23 de mayo de 2012



Libro: Cien Años de Soledad
Autor: Gabriel García Márquez (Premio Nobel de Literatura 1982)
Nacionalidad: Colombiano
Edición: Edición conmemorativa Real Academia Española
Asociación de Academias de la Lengua Española
Alfaguara (España, 2007)


En “Cien años de soledad”, la cocina de Úrsula es un escenario más donde se mueven los personajes de la novela. Algunas veces parece que solo pasan por allí. Otras es el ámbito de los presagios de la mujer de José Arcadio Buendía. Hasta que la llegada del tren a Macondo llenó el comedor de la casa que empezó a acoger huéspedes para dormir y darles de comer.


“(…) -¿Algo más?- le preguntó el coronel Aureliano Buendía. El joven coronel apretó los dientes.
-El recibo- dijo.
El coronel Aureliano Buendía se lo extendió de su puño y letra. Luego tomó un vaso de limonada y un pedazo de bizcocho que repartieron las novicias, se retiró a una tienda de campaña que le habían preparado por si quería descansar. Allí se quitó la camisa, se sentó en el borde del catre y a las tres y cuarto de la tarde se disparó un tiro de pistola en el círculo de yodo que su médico personal le había pintado en el pecho. A esa hora, en Macondo, Úrsula destapó la olla de la leche en el fogón, extrañada de que se demorara tanto para hervir, y la encontró llena de gusanos.
-¡Han matado a Aureliano!- exclamó. (…)”


“(…) ocho meses después de la visita de Mr. Herbert los antiguos habitantes de Macondo se levantaban temprano a conocer su propio pueblo.
-Miren la vaina que nos hemos buscado- solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía-, no más por invitar un gringo a comer guineo.
Aureliano Segundo, en cambio, no cabía de contento con la avalancha de forasteros. La casa se llenó de pronto de huéspedes desconocidos, de invencibles parranderos mundiales, y fue preciso agregar dormitorios en el patio, ensanchar el comedor y cambiar la antigua mesa por una de dieciséis puestos, con nuevas vajillas y servicios, y aun así hubo que establecer turnos para almorzar. (…) Amaranta se escandalizó de tal modo con la invasión de la plebe, que volvió a comer en la cocina, como en los viejos tiempos. (…) Úrsula, en cambio, aún en los tiempos en que ya arrastraba los pies y caminaba tanteando las paredes, experimentaba un alborozo pueril cuando se aproximaba la llegada del tren. <Hay que hacer de todo –insistía- porque nunca se sabe qué quieren comer los que vienen>. El tren llegaba a la hora de más calor. Al almuerzo, la casa trepidaba con un alboroto de mercado, y los sudorosos comensales, que ni siquiera sabían quiénes eran sus anfitriones, irrumpían en tropel para ocupar los mejores puestos en la mesa, mientras las cocineras tropezaban entre sí con las enormes ollas de sopa, los calderos de carnes, las bangañas de legumbres, las bateas de arroz, y repartían con cucharones inagotables los toneles de limonada. (…) Había pasado más de un año de la visita de Mr. Herbert, y lo único que se sabía era que los gringos pensaban sembrar banano en la región encantada que José Arcadio Buendía y sus hombres habían atravesado buscando la ruta de los grandes inventos. (…)”





Libro: La tía Julia y el escribidor
Autor: Mario Vargas Llosa (Premio Nobel de Literatura 2010)
Nacionalidad: Peruano
Edición: Seix Barral Biblioteca Breve (Barcelona, 1978)

 Varguitas, el joven protagonista de este libro, es el reflejo del propio autor que en esta novela, ambientada en la Lima de los años cincuenta, es un adolescente en pleno proceso de iniciación: intelectual y de educación sentimental, esta última de la mano de  la tía Julia. Las dos cosas lo llevan a recorrer bares y restaurantes donde, en realidad, lo que menos importa es lo que se bebe o se come, sino lo que significan esos lugares como refugio. Pero es a través del escribidor donde queda reflejada la vida burguesa de la Lima de aquellos años, a la que no era extraña su familia: la de ficción y la del propio autor.

“Los amores con la tía Julia continuaban viento en popa, pero las cosas se iban complicando porque resultaba difícil mantener la clandestinidad. De común acuerdo, para no provocar sospechas en la familia, había reducido drásticamente mis visitas a casa del tío Lucho. Solo seguía yendo con puntualidad al almuerzo de los jueves. (…) Habíamos optado, por eso, en vernos menos de noche y más de día, aprovechando los huecos de la radio. La tía Julia tomaba un colectivo al centro y a eso de las once de la mañana, o de las cinco de la tarde, me esperaba en una cafetería de Camaná, o en el Cream Rica del jirón de la Unión. Yo dejaba revisados un par de boletines y podíamos pasar dos horas juntos. Habíamos descartado el Bransa de la Colmena porque allí acudía toda la gente de Panamericana y de Radio Central. De vez en cuando (más exactamente, los días de pago) la invitaba a almorzar y entonces estábamos hasta tres horas juntos. Pero mi magro salario no me permitía esos excesos. (…)”


“(…) Al doctor Quinteros le bastó llegar a la puerta para comprender que la celebración iba a superar sus propias predicciones y que asistiría a un acontecimiento que los cronistas sociales llamarían “soberbio”.
A lo largo y a lo ancho del jardín se habían puesto mesas y sombrillas, y, al fondo, junto a las perreras, un enorme toldo protegía una mesa de níveo mantel, que corría a lo largo de la pared, erizada de fuentes con entremeses multicolores. El bar estaba junto al estanque de agallados peces japoneses y se veían tantas copas, botellas, cocteleras, jarras de refrescos, como para quitar la sed a un ejército. Mozos de chaquetilla blanca y muchachas de cofia y delantal recibían a los invitados abrumándolos desde la misma puerta de calle con pisco-sauers, algarrobitas, vodkas con maracuyá, vasos de wisky, gin o copas de champaña, y palitos de queso, papitas con ají, guindas rellenas de tocino, camarones arrebosados, volovanes y todos los bocaditos concebidos por la inventiva limeña para abrir el apetito. (…) En el vestíbulo había también un buffet, y en el comedor se explayaban los dulces –mazapanes, queso helado, suspiros, huevos chimbos, yemas, coquitos, nueces con almíbar- alrededor de la impresionante torta de bodas, una construcción de tules y columnas, cremosa y arrogante, que arrancaba trinos de admiración a las señoras.
(…) Comenzaban a servir el pavo y el vino y ahora Elianita, de pie en el segundo peldaño de la entada, estaba arrojando su bouquet de novia que decenas de compañeras del colegio y del barrio esperaban con las manos en alto. El doctor Quinteros divisó en un rincón del jardín a la vieja Venancia, el ama de Elianita desde la cuna (…). Su paladar no alcanzó a distinguir la marca del vino pero supo inmediatamente que era extranjero, acaso español o chileno y tampoco descartó –dentro de las locuras del día- que fuera francés. El pavo estaba tierno, el puré era una mantequilla, y había una ensalada de coles y pasas que, pese a sus principios en materia de dieta, no pudo dejar de repetir. Saboreaba una segunda copa de vino y empezaba a sentir una agradable somnolencia cuando vio venir a Richard hacia él. (…)


Libro: Julio Cortázar Papeles Inesperados
Autor: Julio Cortázar, textos inéditos recuperados y editados por Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga.
Nacionalidad: Argentina
Edición: Alfaguara (Madrid 2009)

  
Encontrados en una vieja cómoda, tan discretamente dejados como discretamente vivió su autor, la serie de textos inesperados, inéditos, se reunieron en este libro a veinticinco años de la muerte de Julio Cortázar. Cuentos, relatos, discursos, diversos artículos, capítulos, en algunos casos que nunca fueron incluidos en sus novelas, forman parte de este tesoro que vuelve a acercar a un siempre sorprendente Cortázar. Incluidas algunas historias nuevas de cronopios y de famas, como la siguiente:


Almuerzos

En el restaurante de los cronopios pasan estas cosas, a saber que un fama pide con
gran concentración un bife con papas fritas, y se queda deunapieza cuando el cronopio camarero le pregunta cuántas papas fritas quiere.
-¿Cómo que cuántas? –vocifera el fama-. ¡Usted me trae papas fritas y se acabó, qué joder!
-Es que aquí las servimos de a siete, treinta y dos, o noventa y ocho- explica el cronopio.
El fama medita un momento, y el resultado de su meditación consiste en decirle al cronopio:
-Vea, mi amigo, váyase al carajo.
Para inmensa sorpresa del fama, el cronopio obedece instantáneamente, es decir que desaparece como si lo hubiera bebido el viento. Por supuesto el fama no llegará a saber jamás dónde queda el tal carajo, y el cronopio probablemente tampoco, pero en todo caso el almuerzo dista de ser un éxito.

(1952-1956)