Libro: Cien Años de Soledad
Autor: Gabriel García Márquez (Premio Nobel de Literatura
1982)
Nacionalidad: Colombiano
Edición: Edición conmemorativa Real Academia Española
Asociación de Academias de la Lengua Española
Alfaguara (España, 2007)
En “Cien años de soledad”, la cocina de Úrsula es un
escenario más donde se mueven los personajes de la novela. Algunas veces parece
que solo pasan por allí. Otras es el ámbito de los presagios de la mujer de
José Arcadio Buendía. Hasta que la llegada del tren a Macondo llenó el comedor
de la casa que empezó a acoger huéspedes para dormir y darles de comer.
“(…) -¿Algo más?- le preguntó el coronel Aureliano Buendía.
El joven coronel apretó los dientes.
-El recibo- dijo.
El coronel Aureliano Buendía se lo extendió de su puño y
letra. Luego tomó un vaso de limonada y un pedazo de bizcocho que repartieron
las novicias, se retiró a una tienda de campaña que le habían preparado por si
quería descansar. Allí se quitó la camisa, se sentó en el borde del catre y a
las tres y cuarto de la tarde se disparó un tiro de pistola en el círculo de
yodo que su médico personal le había pintado en el pecho. A esa hora, en
Macondo, Úrsula destapó la olla de la leche en el fogón, extrañada de que se
demorara tanto para hervir, y la encontró llena de gusanos.
-¡Han matado a Aureliano!- exclamó. (…)”
“(…) ocho meses después de la visita de Mr. Herbert los
antiguos habitantes de Macondo se levantaban temprano a conocer su propio
pueblo.
-Miren la vaina que nos hemos buscado- solía decir entonces
el coronel Aureliano Buendía-, no más por invitar un gringo a comer guineo.
Aureliano Segundo, en cambio, no cabía de contento con la
avalancha de forasteros. La casa se llenó de pronto de huéspedes desconocidos,
de invencibles parranderos mundiales, y fue preciso agregar dormitorios en el
patio, ensanchar el comedor y cambiar la antigua mesa por una de dieciséis
puestos, con nuevas vajillas y servicios, y aun así hubo que establecer turnos
para almorzar. (…) Amaranta se escandalizó de tal modo con la invasión de la
plebe, que volvió a comer en la cocina, como en los viejos tiempos. (…) Úrsula,
en cambio, aún en los tiempos en que ya arrastraba los pies y caminaba
tanteando las paredes, experimentaba un alborozo pueril cuando se aproximaba la
llegada del tren. <Hay que hacer de todo
–insistía- porque nunca se sabe qué quieren comer los que vienen>. El tren
llegaba a la hora de más calor. Al almuerzo, la casa trepidaba con un alboroto
de mercado, y los sudorosos comensales, que ni siquiera sabían quiénes eran sus
anfitriones, irrumpían en tropel para ocupar los mejores puestos en la mesa,
mientras las cocineras tropezaban entre sí con las enormes ollas de sopa, los
calderos de carnes, las bangañas de legumbres, las bateas de arroz, y repartían
con cucharones inagotables los toneles de limonada. (…) Había pasado más de un
año de la visita de Mr. Herbert, y lo único que se sabía era que los gringos
pensaban sembrar banano en la región encantada que José Arcadio Buendía y sus
hombres habían atravesado buscando la ruta de los grandes inventos. (…)”
Libro: La tía Julia y el escribidor
Autor: Mario Vargas Llosa (Premio Nobel de Literatura 2010)
Nacionalidad: Peruano
Edición: Seix Barral Biblioteca Breve (Barcelona, 1978)
Varguitas, el joven protagonista de este libro, es el
reflejo del propio autor que en esta novela, ambientada en la Lima de los años
cincuenta, es un adolescente en pleno proceso de iniciación: intelectual y de educación sentimental, esta última de la
mano de la tía Julia. Las dos cosas lo
llevan a recorrer bares y restaurantes donde, en realidad, lo que menos importa
es lo que se bebe o se come, sino lo que significan esos lugares como refugio. Pero
es a través del escribidor donde queda reflejada la vida burguesa de la Lima de
aquellos años, a la que no era extraña su familia: la de ficción y la del
propio autor.
“Los amores con la tía Julia continuaban viento en popa,
pero las cosas se iban complicando porque resultaba difícil mantener la
clandestinidad. De común acuerdo, para no provocar sospechas en la familia,
había reducido drásticamente mis visitas a casa del tío Lucho. Solo seguía
yendo con puntualidad al almuerzo de los jueves. (…) Habíamos optado, por eso,
en vernos menos de noche y más de día, aprovechando los huecos de la radio. La
tía Julia tomaba un colectivo al centro y a eso de las once de la mañana, o de
las cinco de la tarde, me esperaba en una cafetería de Camaná, o en el Cream
Rica del jirón de la Unión. Yo dejaba revisados un par de boletines y podíamos
pasar dos horas juntos. Habíamos descartado el Bransa de la Colmena porque allí
acudía toda la gente de Panamericana y de Radio Central. De vez en cuando (más
exactamente, los días de pago) la invitaba a almorzar y entonces estábamos
hasta tres horas juntos. Pero mi magro salario no me permitía esos excesos.
(…)”
“(…) Al doctor Quinteros le bastó llegar a la puerta para
comprender que la celebración iba a superar sus propias predicciones y que
asistiría a un acontecimiento que los cronistas sociales llamarían “soberbio”.
A lo largo y a lo ancho del jardín se habían puesto mesas y
sombrillas, y, al fondo, junto a las perreras, un enorme toldo protegía una
mesa de níveo mantel, que corría a lo largo de la pared, erizada de fuentes con
entremeses multicolores. El bar estaba junto al estanque de agallados peces
japoneses y se veían tantas copas, botellas, cocteleras, jarras de refrescos,
como para quitar la sed a un ejército. Mozos de chaquetilla blanca y muchachas
de cofia y delantal recibían a los invitados abrumándolos desde la misma puerta
de calle con pisco-sauers, algarrobitas, vodkas con maracuyá, vasos de wisky,
gin o copas de champaña, y palitos de queso, papitas con ají, guindas rellenas
de tocino, camarones arrebosados, volovanes y todos los bocaditos concebidos
por la inventiva limeña para abrir el apetito. (…) En el vestíbulo había
también un buffet, y en el comedor se explayaban los dulces –mazapanes, queso
helado, suspiros, huevos chimbos, yemas, coquitos, nueces con almíbar-
alrededor de la impresionante torta de bodas, una construcción de tules y
columnas, cremosa y arrogante, que arrancaba trinos de admiración a las
señoras.
(…) Comenzaban a servir el pavo y el vino y ahora Elianita,
de pie en el segundo peldaño de la entada, estaba arrojando su bouquet de novia
que decenas de compañeras del colegio y del barrio esperaban con las manos en
alto. El doctor Quinteros divisó en un rincón del jardín a la vieja Venancia,
el ama de Elianita desde la cuna (…). Su paladar no alcanzó a distinguir la
marca del vino pero supo inmediatamente que era extranjero, acaso español o
chileno y tampoco descartó –dentro de las locuras del día- que fuera francés.
El pavo estaba tierno, el puré era una mantequilla, y había una ensalada de
coles y pasas que, pese a sus principios en materia de dieta, no pudo dejar de
repetir. Saboreaba una segunda copa de vino y empezaba a sentir una agradable
somnolencia cuando vio venir a Richard hacia él. (…)
Libro: Julio Cortázar Papeles Inesperados
Autor: Julio Cortázar, textos inéditos recuperados y
editados por Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga.
Nacionalidad: Argentina
Edición: Alfaguara (Madrid 2009)
Encontrados en una vieja cómoda, tan discretamente dejados
como discretamente vivió su autor, la serie de textos inesperados, inéditos, se
reunieron en este libro a veinticinco años de la muerte de Julio Cortázar.
Cuentos, relatos, discursos, diversos artículos, capítulos, en algunos casos
que nunca fueron incluidos en sus novelas, forman parte de este tesoro que
vuelve a acercar a un siempre sorprendente Cortázar. Incluidas algunas
historias nuevas de cronopios y de famas, como la siguiente:
Almuerzos
En el restaurante de los cronopios pasan estas cosas, a
saber que un fama pide con
gran concentración un bife con papas fritas, y se queda
deunapieza cuando el cronopio camarero le pregunta cuántas papas fritas quiere.
-¿Cómo que cuántas? –vocifera el fama-. ¡Usted me trae
papas fritas y se acabó, qué joder!
-Es que aquí las servimos de a siete, treinta y dos, o
noventa y ocho- explica el cronopio.
El fama medita un momento, y el resultado de su meditación
consiste en decirle al cronopio:
-Vea, mi amigo, váyase al carajo.
Para inmensa sorpresa del fama, el cronopio obedece
instantáneamente, es decir que desaparece como si lo hubiera bebido el viento.
Por supuesto el fama no llegará a saber jamás dónde queda el tal carajo, y el
cronopio probablemente tampoco, pero en todo caso el almuerzo dista de ser un
éxito.
(1952-1956)